El costroso cortinaje de lentejuelas desprende pestes a sudor y desinfectantes. Las notas musicales se esparcen por la penumbra mal ventilada antes de diluirse en el fondo de los vasos. Bajo los focos que desparraman azul noche, el diezmado coro de vicetiples ensaya una rudimentaria coreografía. Pereza de albornoces, chándales y mallas remendadas, aderezados con boas desplumadas, brillantes baratijas y acoples de micrófono. Carnes yertas que entierran tantos deseos, miradas desnudas que saben de tantos ocasos. La mueca de la muerte oculta tras el maquillaje barato. En el espejo del camerino, rodeado por bombillitas fundidas, quedó escrita con pintalabios la verdadera historia, dónde el género frívolo se convierte en trágico.
Allí se refugian estos restos de coristas, vedettes desfondadas, ruinas de caricato, agonía y furor de una cultura, a la hora de cierre, la nostalgia bailando en la penumbra, el momento en que las sillas se colocan sobre las mesas.
Inspirada en la desaparecida Bodega Bohemia de Barcelona, es esta la alegoría de una cultura apuntalada, que espera su desplome, situada en un antro lúgubre infestado por las ratas que asoman a nuestros trabajos, dónde un núcleo de artistas aislados y contracorriente resisten, agotados, entre la resignación y el encono, sin ningún heroísmo, más bien a merced de una época que renuncia a lo poético.